viernes, 19 de noviembre de 2010

La muerte de los parias

Nadie puede predecir las tragedias naturales, pero uno puede vivir en un rascacielos de Japón y sólo sufrir un rasguño. O puede vivir en cualquier rincón de Haití y morir como otros miles. La diferencia no está en la naturaleza, sino en la oscura naturaleza del dinero y del poder, que divide el mundo entre aquellos que tienen una vida y aquellos que luchan por tener un simulacro. Unos viven, otros sobreviven, y si siempre ha sido así, desde que el ser humano se arrastra por este sufrido planeta, ello es especialmente clamoroso desde que la ciencia y la tecnología intentaron hacer posible el sueño de Miguel Ángel. Ese hombre arrogante que acercaba su dedo a Dios, y culminaba, con su osadía, la maravilla de la Capilla Sixtina, era un hombre que se civilizaba y en el proceso individual civilizaba el entorno. Siglos después de esos sueños, ya sabemos que no nos hemos acercado a Dios, sino más bien a nuestros delirios de grandeza, y lo hemos hecho con la misma torpeza con que iniciamos nuestros pasos en la Tierra. Estamos en el siglo XXI, gozamos de un gran desarrollo tecnológico, nos hemos rodeado de comodidades, hemos avanzado en la lucha contra las enfermedades, pero no hemos avanzado en el dominio de nuestras miserias. Si en pleno siglo XXI existen países como Haití, abandonados a su suerte, con millones de personas que no importan a nadie, que viven y mueren miserablemente, si ello pasa, no es porque el mundo es complicado, que lo es, sino porque es bien simple nuestra indiferencia, nuestra prepotencia y nuestra ambición. No nos importa nada.


Es cierto que podemos conmocionarnos con las imágenes del telediario y que muchos países (los democráticos, porque los tiránicos no llegan ni a eso) movilizan recursos. Durante unos días, Haití existirá en la retina del mundo. Pero pasará el tiempo, las noticias serán menos noticiables, Haití habrá dejado de ser un punto de interés y nos olvidaremos de que tenemos, abandonadas en una isla destruida, a millones de personas. Al fin y al cabo, ¿por qué habríamos de modificar nuestra indiferencia, si siempre la hemos cultivado con afán? Por supuesto, ello no vale para todos, y ahí están gentes comprometidas como Médicos sin Fronteras u organizaciones religiosas o voluntarios de diversa índole, que intentan llevar un poco de calma a los rincones del infierno. Pero no hablo de solidaridad, sino de compromiso colectivo, estructural. Si el mundo rico y poderoso quisiera, Haití daría la vuelta a su desgracia. Como tantos otros países. Tenemos la capacidad económica y tecnológica. ¿Por qué no lo hacemos? Porque la muerte paria, la muerte de los que no tienen nada, no nos interesa. No hemos avanzado para conseguir la justicia universal. Hemos avanzado para garantizar que el bienestar de unos no lo ponga en peligro la miseria de muchos. Y sobre esa miseria se sustenta.

Editorial de un periódico local

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